Solo por un par de minutos
Buenos días! ¡Os
dejo un relato en forma de artículo!
Madurar es un
proceso mental que implica muchas partes del cuerpo. A medida que los años se
acumulan en nuestro haber, cada uno encara ese avance con su propia identidad
individual. Lo cierto es que hay algunos rasgos característicos en todos los
seres humanos que parecen desafiar a nuestro sistema nervioso, como la
aparición de arrugas en las mujeres, la incipiente calvicie en los hombres o la
flacidez de la carne que nos atrapa a ambos sexos cuando el devenir de los años
crea un manto de madurez.
En la era
actual, una era dirigida al consumo, a los logros personales, a la belleza
superflua y a las posesiones, más que al interior de las personas y sus
sentimientos, parece que iniciar la carrera hacia el envejecimiento desafía las
leyes de la sociedad consumista y nos acerca al precipicio de la decadencia.
¿Quién no se ha mirado al espejo en busca de una cana, una arruga, un vientre salido
o cualquier signo que avale el inicio de una marchita entrada en esa
decadencia? No podemos negar lo innegable: vivimos rodeados de falsas metas, de
gente ingrata que sólo se preocupa por las apariencias, de necesidades absurdas
que sólo nos acercan más a esa sensación de estar cayendo en un pozo donde el
lodo no nos deja ver las ventajas de avanzar los años con un fondo creado a
base de esfuerzo.
Recuerdo el
caso de Juan, un vecino de despacho que un buen día empezó a cambiar su aspecto
más bien formal por un intento de aparentar un aire más progre que no le pegaba
en absoluto. Cada mañana me paraba a la entrada de las oficinas a verlo
aparecer, puesto que reconocí en él los signos inequívocos del síndrome que yo
llamo “sólo por un par de minutos”. Juan es un hombre cercano a la cincuentena,
con una vida que podríamos clasificar como feliz y tranquila. Economista de
profesión, fundó la consultoría del quinto dos décadas atrás con un amigo de la
facultad, una consultoría con éxito, porque la procesión diaria de clientes se
incrementa a pesar de la crisis financiera que asola los cimientos de nuestro
sistema monetario.
Cuando el
proceso de regresión al pasado empezó a delatarse en Juan yo no daba crédito a
lo insólito de la situación, conocía de vista a su mujer y no me podía creer
que no se diera cuenta de lo que perdería si se entregaba a ese par de minutos.
En el fondo creo que ningún hombre en la situación de Juan es capaz de darse
cuenta del error hasta que se desvanecen los minutos y su vida anterior, pero
entonces es demasiado tarde para dar marcha atrás y enfrentarse al miedo de
envejecer con dignidad y aplomo antes de caer en el absurdo.
Los primeros
síntomas son muy claros: un poquito más de colonia de lo habitual, visitas
constantes al gimnasio para intentar recuperar la forma física de antaño, un
peluquín que esconda de forma impecable la incipiente calvicie, unas lentillas
para no afrontar la inevitable pérdida de visión y un nuevo vestuario que los
acerque al maduro progre que nos presenta la tele: tejanos desgastados, bambas
tipo Superga azul marinas con el bajo del vaquero deshilachado encima, camisa
oscura abierta tres botones sobre el pecho sin pelos y americana negra larga de
dos botones.
A pesar de la
indudable forma física de Juan, que presenta un cuerpo atlético en su metro
setenta y ocho de altura, esa guisa no le favorece, no para ir a la consultoría
donde sus clientes son empresarios formales que se han adaptado a la edad sin
problemas, y mucho menos para seguir frecuentando las amistades de toda la
vida, un círculo de personas modernas, pero que no sufren la metamorfosis de
Juan.
¿Quieren
saber la razón de esa metamorfosis? Pues bien, se llama Rocío, es su nueva
recepcionista y tiene otras cosas en la cabeza que el par de minutos de Juan.
Rocío es una chica de unos veinte años, en plena revolución hormonal, con un
cuerpo de escándalo y unos escotes que harían sufrir vértigo a los más
atrevidos en un salto al vacío. Desde que la contrataron en la consultoría hace
un par de meses, Juan ha intentado volver a parecer un joven de veinte años
para lograr dos minutos gloriosos junto a esa bomba sexual que se le ha
instalado en el despacho. Esa es la realidad, Juan está cegado por una rubia
despampanante que despierta los instintos ocultos de un adolescente perdido ya
en su memoria, como si hubiera abierto un resorte en la mente que lo conectara
con ese muchacho que fue y que ahora recuerda con melancolía. Pero no se ha
parado un minuto en pensar lo que tiene, ni en analizar lo que se queda en la
cuneta, ni su suerte de ser quién es.
Esta mañana
me he subido al ascensor con él. Juan llevaba un ramo de rosas rojas y una
sonrisa de adolescente en celo que no podía borrar las intenciones que se
ocultaban tras las rosas. Me lo he quedado mirando con descaro, sin poder
reprimir las ganas de darle un bofetón y pedirle que despierte a la realidad y
se congratule por todo lo logrado en los años de lucha, por lo que le espera en
casa tras la dura jornada laboral, por la realidad que vive y no la que podría
vivir. Pero cuando el ascensor se ha parado en la quinta planta y Juan ha
bajado al rellano, yo he continuado hasta la octava, a seguir en la oscuridad
de un trabajo que no me gusta, a proseguir la batalla constante contra las
horas y mis deseos más íntimos, a aparcar mis deseos para enfrentarme a la vida
real con celos de Juan y mucha rabia, porque él ha llegado a la cima que se
propuso, tiene un negocio propio, una familia genial, buena salud, y está a
punto de tirarlo todo por la borda. Y yo, que sí acepto la cronología de la
edad, y todo ya así sigo luchando cada día para lograr algún día mi ambición
después de años de picar a puertas estériles, paseando mis creaciones de un
lado para otro para encarar portazos, anclada a un ordenador lleno de números
que me reportan una existencia laboral fría y distante de mis metas, al llegar
a mi despacho he explotado. Ha sido como una revelación superior, como si la
necesidad de salvar a Juan del error más garrafal de toda su existencia me
liberara de la frustración de no haber conseguido publicar ni una de las
novelas a pesar de tener talento, y esa salvación me redimiera.
He bajado por
las escaleras, el nivel de adrenalina que surcaba por mis venas era demasiado
elevado como para esperar el ascensor. Jadeando a causa de los nervios y el
subidón, he entrado en la consultoría sin atender a las palabras de Rocío,
quien tenía el ramo de rosas bien colocado en un jarrón en la recepción. Me he
saltado todos los obstáculos y he irrumpido en el despacho de Juan.
-Sólo por un
par de minutos de placer no puedes echar por la borda toda una vida.
Las palabras
han brotado de las cuerdas vocales como una sentencia absurda ¿Qué hacía yo
allí? En ese momento he sentido la resaca de la adrenalina, la resaca emocional
de la estupidez que acababa de cometer. Rocío y el socio de Juan estaban en el
umbral de la puerta con una expresión seria en su semblante, y la cara de Juan
se adhería a ese rictus tenso. He murmurado una disculpa sin sentido y he
corrido escaleras arriba hasta mi ordenador y mis números, con una sensación de
vergüenza por mis actos que me consumía la energía vital, y me he entregado a
la tarea gris de pasar la contabilidad.
Por la tarde
me he vuelto a encontrar a Juan en el ascensor. Ha sido una situación muy
incómoda. He bajado la mirada hacia abajo, como si el suelo de Silestone negro
escondiera algo muy interesante. Juan no se ha movido ni un ápice hasta que la
puerta corredera del ascensor se ha deslizado hacia la derecha para mostrar el
vestíbulo del edificio.
¡Feliz día!
Me ha gustado, me quedo por aquí :).
ResponderEliminarBesos!
¡Bienvenida Sara!!!!!
EliminarHola,
ResponderEliminarinteresante modo de describir el asumir o no el paso del tiempo.
Saludos!
¡Muchas gracias! ¡Y feliz día!!!!
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