Hoy hace diecisiete años...
¡Buenos días! Viernes… Y trece…
Uffffffff. La reunión de ayer se mantuvo dentro del marco de mis expectativas,
aunque por suerte acabó mejor de lo que esperaba. A veces la vida es injusta,
asumir responsabilidades normalmente significa aumentar la presión sobre el
trabajo y la retribución, pero en mi caso solo hay lo primero…
En fin, no voy a entrar a hablar
acerca de lo que cada día pienso ni de mis expectativas frustradas en muchos
aspectos, solo quiero ver la parte positiva, que tengo un trabajo, que estoy
genial con mis compañeros, que me gusta asumir esas responsabilidades y que he
descubierto algo importante: ¡me crezco ante los retos!
Cada vez que me encargan una
tarea fuera de mi ámbito de conocimientos peleo con uñas y dientes para
llevarla a cabo con tesón y me alegra saber que puedo hacerlo, que cada una de
esos desafíos consigue enseñarme algo. Quizás en un futuro esa habilidad me
sirva para prosperar en el trabajo.
Hoy hace diecisiete años que me
puse de parto por primera vez en la vida, y también era un viernes trece. Era
una jovencita de veinticinco años, con una visión idílica de la vida y unos
sueños bien asentados en una cabeza demasiado quimérica para discernir el oro
de la paja.
Me recuerdo sentada en casa de mi
suegra, tras una comida familiar, con un dolor insoportable en los riñones que iba
y venía y un poco de llorera. No había móviles ni este Internet de alta
velocidad de hoy en día. Mi suegra me dijo que debería ir al hospital y yo,
tras llamar a mi madre, decidí que tenía un cólico nefrítico.
Ya nos veis a mi marido y a mí en
urgencias de la clínica, anunciando que tenía una piedra en el riñón. La
enfermera me dijo: «sube a la sala de partos», y yo, indignada, le contesté: «¡qué
no estoy de parto, solo tengo una piedra en el riñón!».
Supongo que mi ginecólogo todavía
se ríe al recordar esa tozudez que demostré. Cuando me reconoció enseguida me
dijo: «vas a hacer una bonita piedra con ojos, orejas, manos y nariz». Entonces
me vino la paranoia, yo no quería tener un niño un viernes trece, era como un
mal presagio y le pedí que fuera el sábado catorce, que para más inri era San
Valentín.
Otra sonrisa de mi médico
precedió a la inevitable frase: «el niño saldrá cuando quiera». Por suerte Àlex
me escuchó y decidió nacer a las dos de la madrugada del sábado catorce de diciembre
de mil novecientos noventa y ocho. ¡Fue un regalito de San Valentín!
Me parece increíble que hayan
pasado diecisiete años desde aquello, que el bebé monísimo que llenó mi vida de
luz mañana se convierta en todo un adolescente hormonado de metro ochenta,
cuadrado y casi cinturón negro de Taekondo…
¡Feliz día! J
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