Una escala en Bari...
¡Buenos días!! ¡Llevo 13 días de vacaciones y me
parece un siglo! Los días de crucero fueron una manera de aparcar realmente el
estrés, los agobios de un invierno largo y pesado, las responsabilidades
adquiridas, incluso esa intensidad con la que vivía anclada a la promoción del
libro.
Embarcarse con los hijos en un crucero equivale a
vivir unos días intensos sin preocuparse de los coches, las calles, las noches…
Mis hijos están en una edad más autónoma, en la que empiezan a descubrir su
propia identidad y en la que desean descubrir su entorno, las posibilidades que
ofrece la vida y cuál es su propio carácter. Aunque la adolescencia es una edad
muy difícil para los padres…
Durante la primera noche mi hijo no aparecía a la
hora de la cena y pasé un mal rato. Lo busqué insistentemente por la piscina,
el gimnasio, las habitaciones, la discoteca, la sala de máquinas… Cuando él
mismo encontró el restaurante asignado a nuestro grupo y se sentó en la mesa para
encargar la cena a Jack, nuestro simpático camarero, respiré tranquila.
A partir de ese momento les pusimos un horario a
los chicos. Los ocho se repartían en dos camarotes de cuatro, por lo que era
imposible controlar exactamente qué hacían durante las horas que no estábamos
con ellos ni la hora en la que regresaban de la discoteca, que estaba destinada
a jóvenes entre catorce y dieciocho años…
Pasado el susto cenamos tranquilamente. La carta
te permitía comer seis platos más el postre, ¡una cantidad excesiva para mí! Optamos
por pedir sólo un entrante y un plato principal o una pasta. Esa noche nos
fuimos a dormir enseguida, llevábamos muchísimas horas en pie y el madrugón
pesaba demasiado…
A las siete de la mañana del día siguiente
quedamos fuera de los camarotes, estaban todos cerquita, en el pasillo de números
pares de la octava planta. Desayunamos en el buffet del puente nueve entre
riadas de gente que se llenaban los platos hasta los topes. Nos costó muchísimo
encontrar mesas, pero al final lo conseguimos.
La primera escala del crucero fue en una pequeña
población de la costa de Italia llamada Bari. Es la parada más floja de todo el
recorrido, aunque me gustó saborear la esencia de las callejuelas estrechas
donde circulaban motos, bicis y los lugareños. Fue como perderme en una película
italiana, como si apareciera en la plaza de “La Vida es Bella” y pudiera ver al
protagonista con su bicicleta conquistando a su hermosa mujer.
Paseamos distraídos contemplando las tiendas, los
tenderetes repletos de pamelas y recuerdos, la iglesia del pueblo, las dos
placitas que la llenaban de historia. Compramos una campanita con el nombre de
Bari, mi hija y yo decidimos iniciar una colección de recuerdos de cada lugar
visitado, y las campanas pequeñitas de cerámica era una opción bonita y no muy
cara.
Regresamos al barco a mediodía, con el tiempo
justo de ducharnos, cambiarnos de ropa y comer. El buffet del almuerzo era
abundante en opciones: plancha, pizza, ensaladas, pasta y algún guisado
italiano.
La tarde transcurrió entre la piscina, la música
clásica que tocaban en directo en el piano-bar de la tercera planta y la increíble
actuación en el teatro. Realmente las funciones eran espectaculares, creo que
una de las mejores ofertas de este crucero. Un vestuario lesextraordinario, un
escenario con las últimas tecnologías existentes que se transformaba en
segundos, unos artistas excepcionales y unas puestas en escena por las que bien
pagaríamos una entrada en un teatro de nuestra ciudad.
¡Mañana más! ¡Feliz día!
No conozco Bari, pero la sola mención de Italia y las imágenes de las fotografías más lo que nos cuentas ya me acercó el aroma de las pizzerías y las maravillosas heladerías.
ResponderEliminarYo siento muy parecidas a Italia y España.
Besos.
Tienez razón, Pilar, España e Italia se parecen mucho... Este pueblo es bonito, pero ante Olimpia, Éfeso, Estambul y Dubrovnik... ¡Pues fue lo más flojo!
Eliminar¡Feliz día!