Un puente entre la realidad y la ficción
¡Buenos
días! Me acabo de asomar a la ventana del despacho de mi casa para comprobar el
aire frío que azota las palmeritas y las cintas que viven en mi terraza. A través
del cristal las veo moverse al son del viento que sopla con fiereza y quizás
permita un día soleado y un tanto fresco.
Se
acercan fechas señaladas, intensas, emocionantes. ¿A quién no le gusta
deambular por las calles y descubrir luces centelleantes, escaparates navideños
y villancicos en las tiendas? ¿Quién no siente la magia de la Navidad
envolviendo cada uno de los instantes previos a esas fiestas?
A
mí me encanta la Navidad, con sus comidas y cenas familiares, reuniéndonos con
primos, tíos, abuelos… Son momentos de felicidad conjunta, de unión, de ilusión.
Los niños se emocionan de una manera intensa, sueñan con los regalos, con la
aparición de los reyes magos, con el Papá Noel,…
Hoy
he tenido un sueño súper interesante. Mi vida ya no era mía, era una vida
prestada por una mujer que dormía en la habitación de al lado, una mujer que me
había regalado sus hijos, su marido, su casa y su mundo a cambio de permanecer
junto a nosotros como una presencia muda.
Vivíamos
en una casa de campo, alejada de la civilización, entre bosques, naturaleza y
soledad. Era una casona antigua, con porticotes de madera un tanto ajada en
todas las ventanas, muebles antiguos, habitaciones enormes, losas en el suelo y
paredes blancas.
Era
como si todo mi mundo fuera ajeno a mí, como si esa mujer de largos cabellos
negros lo hubiera creado para arrebatármelo en cuanto quisiera, como si viviera
en constante desequilibrio, siempre sintiendo la amenaza de ella acechándome,
acosándome, anunciándome a gritos que con un solo gesto podría quedarme sin
nada, en la calle, sin bagaje, sin vida, sin familia.
Y
cada noche, mientras ella dormía y la casa se mantenía en completo silencio yo
me escabullía a la buhardilla para escribir de una manera un tanto obsesiva,
para relatar las emociones que me acompañaban, las miserias, las alegrías, las
penas y las historias que componían el día a día.
Me
pasaba la noche dejando una constancia escrita de las horas diurnas, como si
fuera el único vínculo con mi realidad, la única manera de no perder las
vivencias que aquella mujer me estaba regalando, como si a través de aquellos párrafos
pudiera evitar ese sentimiento de transitoriedad que me acompañaba al caminar
por esa vida prestada.
Me
he visto a mí misma aporreando el teclado con una intensidad increíble, con la
mente vagando por sensaciones, anécdotas, instantes, emociones. Mi mirada
estaba perdida en la lejanía, mis facciones estaban contraídas, sentía unas
intensas cosquillas en el estómago y la creatividad asomaba por cada poro de mi
piel.
De
repente aquella buhardilla inventada se ha convertido en el despacho de mi
casa, en el mismo en el que ahora estoy sentada. Era como si me viera en un
espejo, como si estuviera intuyendo este momento en el que escribo sin parar
ante la pantalla, con toda la casa dormida. En ese instante del sueño he
recuperado mi realidad. Me he levantado y he mirado en cada uno de los cuartos
de mi casa, buscando a esa mujer imaginaria, sintiendo un alivio infinito, entendiendo
que todo había sido producto de mi imaginación.
Cuando
me he despertado he tardado un rato en asimilar que todo había sido un sueño,
que no existía ni la buhardilla ni la mujer ni esos escritos nocturnos. Lo único
que me ha acompañado mientras desayunaba y pensaba en qué escribir en la
entrada de hoy ha sido la esencia de lo soñado, la realidad intrínseca a esa extraña
vivencia, una que nunca me abandonará: la escritura es mi puente entre los
mundos imaginarios y los reales, a través de las palabras puedo construir una
realidad paralela, pero también puedo derrumbarla. El poder de la creatividad
es inmenso, tanto que siempre permanece asido a mí con intensidad.
¡Un
beso! ¡Y feliz sábado!
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