Dificultades
Es muy difícil superar una dificultad que durante años te ha impedido escribir una sola palabra sin el miedo de escribirla mal. La repetida visión de las hojas llenas de correcciones en rojo te crean una barrera imposible de penetrar. Es como si aquellas faltas garrafales que la señorita corregía en tus redacciones funcionaran como un revulsivo a la hora de alcanzar un bolígrafo y ordenar en un papel todo tu mundo interior.
Recuerdo con espanto todas las veces que oculté mis escritos, la cantidad de hojas de papel que destruí de jovencita por la vergüenza de que alguien pudiera leerlas. ¡Cómo iban a ver algo tan lleno de faltas! Yo era consciente de mi dificultad, demasiado consciente, la verdad. Y eso me impedía dedicarme con cuerpo y alma a lo que siempre había deseado.
En otro post os expliqué que el deseo de llegar a convertirme en una escritora famosa se convertía a veces en un dolor físico, en algo que todo mi cuerpo se veía implicado, no sólo el cerebro. De pequeña me dormía todas las noches con sueños imposibles acerca de que mis novelas iban a ir a Hollywood, de que una cazatalentos iba a ayudarme.
Pero la disortografía estaba ahí, dispuesta a demostrar que mis sueños no eran más que eso: sueños inalcanzables. En ese momento me creí lo que las profesoras me decían: que nunca iba a conseguir escribir nada sin un corrector, y abandoné. Lo cierto es que abandonar es una palabra que no suelo emplear, siempre he sido perseverante, pero en mi mente de adolescente, un tanto traumatizada por tantos años de dictados, normas de ortografía y redacciones nadando en rojo, se cerró una puerta y se blindó, de manera que fuera imposible penetrarla.
Todo y los pronósticos de algunas de mis profesoras sí logré sacarme una carrera y un Máster. Me casé pronto, tuve hijos muy joven y un día, cansada de mirar las hojas en blanco del cuaderno que me había comprado años antes para llenarlo con mis pensamientos, me sacudí mis complejos e inicié la tarea de volver a estudiar las normas de ortografía. Lo hice con devoción, como si me fuera la vida en ello.
Cuando me senté por primera vez ante el ordenador, habiendo decidido de antemano que escribiría en castellano (la ortografía me parecía más sencilla), me percaté de que el corrector del Word casi no encontraba faltas. Así que seguí tecleando, plasmando en el papel todos mis mundos imaginarios, pensando en mis profesoras.
Ahora, cada vez que leo un mail, un escrito, un post,… y corrijo inconscientemente las faltas, pienso en mi profesora de segundo de BUP, aquella que me dijo que jamás lograría sacarme una carrera, y mucho menos escribir un libro, sin una secretaria al lado. Y cuando mi hijo de trece años se me acerca, un tanto angustiado por haber heredado ese rasgo de su madre, lo insto a seguir sus ilusiones, a superar sus dificultades y a creer en él.
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