Recuerdos....
He acabo las sinopsis, os he contado todos los inicios de las novelas que han ocupado mis anhelos estos últimos años, he exprimido mi cerebro para daros una visión lo más sugestiva posible de todos y cada uno de los manuscritos que he hilvanado con mis ideas y pensamientos y me ha servido para rememorar todo el trabajo, para extraer de mi cerebro hiperactivo todo cuanto almacena de esa creación, de esos mundos paralelos.
Hoy, cuando me he despertado y he buscado un tema del que hablar, me ha costado un buen rato dar con algo interesante. La verdad es que escribir cada día sin repetir demasiados tópicos resulta un tanto difícil. Mis sentimientos son bastante recurrentes y mis pensamientos suelen girar en torno a un mismo tema, así que es difícil distanciarse lo suficiente de ellos como para hablar de otras cosas.
Al fin, me he propuesto explicar cómo el patinaje artístico sobre hielo me acompañó en mi camino desde la niñez a la adolescencia. Ahora bailo, entonces patinaba. Me deslizaba por el hielo con una facilidad pasmosa, me pasaba las horas envuelta en maillots, falditas y mallas, con unos patines blancos en los pies, la sonrisa en los labios y unas ganas locas de conseguir aprender la técnica.
¡Era fascinante conocer a todo el mundo de la pista de patinaje! Entraba saludando a la señora de la taquilla, sin pagar, ¡claro! Luego llamaba por el nombre a todos los empleados que llevaban el guardarropía y conseguía patinar mientras pasaban la máquina para preparar el hielo, saludando entusiasmada al señor que estaba sobre la máquina, trabajando.
De pequeña me acompañaba mi abuela y se esperaba en el bar mientras yo tomaba lecciones, aprendía a saltar, a hacer piruetas, a cruzar los patines,… Cuando cumplí los doce años empecé a ir sola. Bajaba la calle Ganduxer caminando hasta la parada de la Diagonal, me subía en el autobús 6 y llegaba a la pista sintiéndome la reina del mambo. Tenía una taquilla con los patines que cuidaba como si fueran pequeños tesoros y era feliz con mi afición.
Cuando un día me hice mayor y las obligaciones de horario que exigía el patinaje se interpusieron en mi vida social, decidí dejarlo. Soy tan drástica que no volví a ponerme los patines en muuuchos años, hasta que a uno de mis hijos le invitaron a una fiesta en la pista del Barça. Nada más entrar y aspirar el aroma evoqué mis años dedicados a ese deporte, mis amistades perdidas en la distancia, las horas alegres que había compartido en otra pista de patinaje. Y me fui corriendo a casa, al trastero, donde guardaba mis patines de antaño. Y me los puse y empecé a patinar y volví a deslizarme por el hielo, a hacer piruetas y a intentar saltar. ¡Me caí de bruces! ¡Pero fui super feliz!
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