Bye bye Perhentian
¡Buenos días! A veces, solo a veces, las cosas
salen bien. Cuando un padre me mira orgulloso y me dice: «mi hijo lo ha aprobado
todo con notas estupendas», yo le felicito, porque me parece una hazaña
increíble. Me alegro de veras por él, no es consciente de la suerte que tiene,
pero en el fondo siento una terrible decepción.
Tener dos hijos no estudiosos, a pesar de ser
inteligentes y capaces, no es fácil de sobrellevar, aunque les quiera con
locura. Me cuesta entender esa desmotivación a la hora de superarse, su
tendencia a ir al límite, a rozar siempre el poste.
Ayer era día de notas de recuperación, uno de los
que me suelen costar aceptar sin más. Mi hija pasaba de curso seguro, en cambio
el mayor… Uffff, este siempre me hace sufrir, hasta el extremo de que cuando me
llamó la profesora empecé a llorar. Lo sé, no debería, pero estaba hecha un flan.
¿Repetiría? ¿Tendría la oportunidad de seguir adelante?...
¡Por suerte ha pasado de curso! En el límite, sin
garantías de acabar bien este segundo de bachillerato, pero llegando por fin a
la última casilla de la escuela. Y sí, las cosas esta vez salieron bien.
Hoy me toca despedir las islas Perhentian. Ayer
pasé un rato navegando por internet, con unas palabras clave en el buscador: «islas
paradisíacas desconocidas». Pensaba que saldrían por algún lado, pero son tan
anónimas que no ocupan ningún puesto en los rankings. Mejor, así no hay
demasiados turistas…
Cuando salimos de la última playa nuestro barquero
nos anunció lluvia y nos dejó en el hotel. Las primeras gotas de lluvia repiqueteaban
contra la arena. Bajamos corriendo, con la sensación de que nuestras últimas
horas se nos escurrían sin playa ni hamacas ni baños.
Compramos una hamburguesa en uno de los puestos de
la playa, corriendo para no empaparnos. Nos la tomamos en el espacio del hotel
destinado a los masajes, el The World Café estaba lleno y no había otro techo
bajo el que cobijarse. Y nos duchamos corriendo en el baño que nos cedió el
hotel. Llovía tanto que parecíamos gitanos buscando la ropa de repuesto en las
maletas en recepción, tapados por el techo de madera, y luego correteando
arriba y abajo, con la ropa escondida bajo la toalla para no empaparla.
Nos fuimos de allí una hora después, con la
tristeza propia del momento. Llovía a cántaros, era como si la isla entera
llorara la despedida… Subimos a la barca pequeña, donde la tormenta no tenía
piedad, ya que no había techo. Las maletas nos acompañaban. En la otra
embarcación, la lancha rápida, sí estábamos protegidos, así que nos pusimos el
chaleco, suspiramos y emprendimos el largo viaje de regreso.
Ocho horas después nos inscribíamos en el hotel
del aeropuerto internacional de Kuala Lumpur. Necesitamos un viaje en barca rápida,
transporte por carretera de una hora, esperar en el aeropuerto, un vuelo de
hora y media y un taxi de otra hora… En fin, nos fuimos a dormir a las doce
pasadas, excitados por la aventura del día siguiente. El despertador debía
sonar a las seis y media para subirnos a un avión rumbo a Langkawi. Mañana os
lo cuento…
¡Feliz día! J
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