Solo por un par de minutos

9:19 Pat Casalà 4 Comments


Buenos días! ¡Os dejo un relato en forma de artículo!
Madurar es un proceso mental que implica muchas partes del cuerpo. A medida que los años se acumulan en nuestro haber, cada uno encara ese avance con su propia identidad individual. Lo cierto es que hay algunos rasgos característicos en todos los seres humanos que parecen desafiar a nuestro sistema nervioso, como la aparición de arrugas en las mujeres, la incipiente calvicie en los hombres o la flacidez de la carne que nos atrapa a ambos sexos cuando el devenir de los años crea un manto de madurez.
En la era actual, una era dirigida al consumo, a los logros personales, a la belleza superflua y a las posesiones, más que al interior de las personas y sus sentimientos, parece que iniciar la carrera hacia el envejecimiento desafía las leyes de la sociedad consumista y nos acerca al precipicio de la decadencia. ¿Quién no se ha mirado al espejo en busca de una cana, una arruga, un vientre salido o cualquier signo que avale el inicio de una marchita entrada en esa decadencia? No podemos negar lo innegable: vivimos rodeados de falsas metas, de gente ingrata que sólo se preocupa por las apariencias, de necesidades absurdas que sólo nos acercan más a esa sensación de estar cayendo en un pozo donde el lodo no nos deja ver las ventajas de avanzar los años con un fondo creado a base de esfuerzo.
Recuerdo el caso de Juan, un vecino de despacho que un buen día empezó a cambiar su aspecto más bien formal por un intento de aparentar un aire más progre que no le pegaba en absoluto. Cada mañana me paraba a la entrada de las oficinas a verlo aparecer, puesto que reconocí en él los signos inequívocos del síndrome que yo llamo “sólo por un par de minutos”. Juan es un hombre cercano a la cincuentena, con una vida que podríamos clasificar como feliz y tranquila. Economista de profesión, fundó la consultoría del quinto dos décadas atrás con un amigo de la facultad, una consultoría con éxito, porque la procesión diaria de clientes se incrementa a pesar de la crisis financiera que asola los cimientos de nuestro sistema monetario.
Cuando el proceso de regresión al pasado empezó a delatarse en Juan yo no daba crédito a lo insólito de la situación, conocía de vista a su mujer y no me podía creer que no se diera cuenta de lo que perdería si se entregaba a ese par de minutos. En el fondo creo que ningún hombre en la situación de Juan es capaz de darse cuenta del error hasta que se desvanecen los minutos y su vida anterior, pero entonces es demasiado tarde para dar marcha atrás y enfrentarse al miedo de envejecer con dignidad y aplomo antes de caer en el absurdo.
Los primeros síntomas son muy claros: un poquito más de colonia de lo habitual, visitas constantes al gimnasio para intentar recuperar la forma física de antaño, un peluquín que esconda de forma impecable la incipiente calvicie, unas lentillas para no afrontar la inevitable pérdida de visión y un nuevo vestuario que los acerque al maduro progre que nos presenta la tele: tejanos desgastados, bambas tipo Superga azul marinas con el bajo del vaquero deshilachado encima, camisa oscura abierta tres botones sobre el pecho sin pelos y americana negra larga de dos botones.
A pesar de la indudable forma física de Juan, que presenta un cuerpo atlético en su metro setenta y ocho de altura, esa guisa no le favorece, no para ir a la consultoría donde sus clientes son empresarios formales que se han adaptado a la edad sin problemas, y mucho menos para seguir frecuentando las amistades de toda la vida, un círculo de personas modernas, pero que no sufren la metamorfosis de Juan.
¿Quieren saber la razón de esa metamorfosis? Pues bien, se llama Rocío, es su nueva recepcionista y tiene otras cosas en la cabeza que el par de minutos de Juan. Rocío es una chica de unos veinte años, en plena revolución hormonal, con un cuerpo de escándalo y unos escotes que harían sufrir vértigo a los más atrevidos en un salto al vacío. Desde que la contrataron en la consultoría hace un par de meses, Juan ha intentado volver a parecer un joven de veinte años para lograr dos minutos gloriosos junto a esa bomba sexual que se le ha instalado en el despacho. Esa es la realidad, Juan está cegado por una rubia despampanante que despierta los instintos ocultos de un adolescente perdido ya en su memoria, como si hubiera abierto un resorte en la mente que lo conectara con ese muchacho que fue y que ahora recuerda con melancolía. Pero no se ha parado un minuto en pensar lo que tiene, ni en analizar lo que se queda en la cuneta, ni su suerte de ser quién es.
Esta mañana me he subido al ascensor con él. Juan llevaba un ramo de rosas rojas y una sonrisa de adolescente en celo que no podía borrar las intenciones que se ocultaban tras las rosas. Me lo he quedado mirando con descaro, sin poder reprimir las ganas de darle un bofetón y pedirle que despierte a la realidad y se congratule por todo lo logrado en los años de lucha, por lo que le espera en casa tras la dura jornada laboral, por la realidad que vive y no la que podría vivir. Pero cuando el ascensor se ha parado en la quinta planta y Juan ha bajado al rellano, yo he continuado hasta la octava, a seguir en la oscuridad de un trabajo que no me gusta, a proseguir la batalla constante contra las horas y mis deseos más íntimos, a aparcar mis deseos para enfrentarme a la vida real con celos de Juan y mucha rabia, porque él ha llegado a la cima que se propuso, tiene un negocio propio, una familia genial, buena salud, y está a punto de tirarlo todo por la borda. Y yo, que sí acepto la cronología de la edad, y todo ya así sigo luchando cada día para lograr algún día mi ambición después de años de picar a puertas estériles, paseando mis creaciones de un lado para otro para encarar portazos, anclada a un ordenador lleno de números que me reportan una existencia laboral fría y distante de mis metas, al llegar a mi despacho he explotado. Ha sido como una revelación superior, como si la necesidad de salvar a Juan del error más garrafal de toda su existencia me liberara de la frustración de no haber conseguido publicar ni una de las novelas a pesar de tener talento, y esa salvación me redimiera.
He bajado por las escaleras, el nivel de adrenalina que surcaba por mis venas era demasiado elevado como para esperar el ascensor. Jadeando a causa de los nervios y el subidón, he entrado en la consultoría sin atender a las palabras de Rocío, quien tenía el ramo de rosas bien colocado en un jarrón en la recepción. Me he saltado todos los obstáculos y he irrumpido en el despacho de Juan.
-Sólo por un par de minutos de placer no puedes echar por la borda toda una vida.
Las palabras han brotado de las cuerdas vocales como una sentencia absurda ¿Qué hacía yo allí? En ese momento he sentido la resaca de la adrenalina, la resaca emocional de la estupidez que acababa de cometer. Rocío y el socio de Juan estaban en el umbral de la puerta con una expresión seria en su semblante, y la cara de Juan se adhería a ese rictus tenso. He murmurado una disculpa sin sentido y he corrido escaleras arriba hasta mi ordenador y mis números, con una sensación de vergüenza por mis actos que me consumía la energía vital, y me he entregado a la tarea gris de pasar la contabilidad.
Por la tarde me he vuelto a encontrar a Juan en el ascensor. Ha sido una situación muy incómoda. He bajado la mirada hacia abajo, como si el suelo de Silestone negro escondiera algo muy interesante. Juan no se ha movido ni un ápice hasta que la puerta corredera del ascensor se ha deslizado hacia la derecha para mostrar el vestíbulo del edificio. 
¡Feliz día!

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