¡Ahora estás a salvo! (la trama 26)

8:09 Pat Casalà 0 Comments


            ¡Aquí estoy otra vez! La verdad es que cada día las horas se me escurren con mayor rapidez. Entre el trabajo, el baile, los niños, la casa, las novelas, las lecturas, el blog y las mil cosas que hago cada día parece que el reloj no me alcanza Paratodo. ¡Pero al final consigo un equilibrio y llego a todo!
            En este blog he conocido a gente fantástica. Después de tantos meses sin noticias de Javier, sigo con la esperanza de que algún día se lance a comentar de nuevo. José Antonio se ha convertido en un amigo y un compañero de fatigas al que estoy súper agradecida por todo su apoyo. Con M. mantengo la relación a distancia desde que se fue al país del queso. María y Tamara no comentan mucho, pero sé que me siguen y las llevo en el corazón, igual que a Bego y Tura. También Bea me va siguiendo… ¡Y un montón de gente me gustaría animar a comentar algún día! ¡Gracias a todos por estar ahí!
            Superada un poco la crisis de ayer, es que esto de enviar la novela cunado te han dicho que te queda mucho por aprender te da un poco de inseguridad, vamos a regresar a la trama, ¡que últimamente la tengo muy abandonada!
            ….Todo había sucedido tan rápido que apenas había tenido tiempo de asimilar los extraños acontecimientos que habían vapuleado los últimos minutos de mi existencia. Ignacio se había encargado de advertirme que me mantuviera en silencio y a su lado con una simple mirada. Luego había tirado de mí fuera del autobús en la parada siguiente, cuando la calle Santaló se inicia en Travesera de Gracia, y me había arrastrado por la calle Avenir hasta un portal cercano a Muntaner.
            Su porte erguido y tenso me anunciaba a gritos que estaba batiendo una contienda interna con alguien. Tenía todos los músculos apretados, con una expresión de esfuerzo extremo extenuando su cara, el sudor le perlaba la frente y la mano con la que me sujetaba, respiraba con dificultad y casi parecía que la circulación de la sangre se le había espesado y le costara andar con pasos rápidos y ágiles.
            -Coge…la…llave -tableteó entre jadeos inquietos y me señaló el bolsillo de su pantalón.
            Obedecí sin mediar palabra. Sentía que su esfuerzo sobrepasaba con creces los límites de su resistencia, que si no conseguía llevarlo a un lugar seguro se desplomaría sobre la acera fría y compacta que aparecía desierta a esas horas tardías. Localicé el llavero sin dificultad y lo utilicé para abrir la puerta de cristal y hierro forjado que chirrió un poco al abrirse.
            El rellano era antiguo, con loseta pequeña color crema en el suelo que dibujaba unas filigranas multicolores enroscadas alrededor de unas flores rojas que habían perdido la fuerza de su color. La luz consistía en una única bombilla un tanto tenue que se asentaba al lado de la caja de un ascensor de madera de factura antigua.
            -Piso tres…puerta dos. -Hablaba con tanta dificultad que casi parecía que expulsara las palabras entre soplidos medio ahogados.
            El rictus de Ignacio se contrajo todavía más. La palidez de su rostro iba cobrando un color plomizo que denotaba la falta de fuerzas a la que estaba llegando y su mirada estaba al límite, apagada, enrojecida, casi sin vida. Lo arrastré dentro de la caja del ascensor que traqueteó con dificultad hasta el tercer piso.
            No entendía qué estaba sucediendo, desde que Ignacio había empezado a mostrar signos de tensión los ojos que me habían alcanzado en el autobús de habían evaporado, pero seguía presintiendo su amenaza velada en la cercanía, como si me estuvieran acosando de manera intensa.
            Llegamos a un descansillo con dos puertas a cada lado y las escaleras frente al ascensor. Casi no tuve tiempo de fijarme en la puerta de madera un tanto descolorida donde una de las tres llaves que se unían en un llavero con una bola de cristal en miniatura encajó a la perfección.
            Ignacio empezó a resollar de una manera sonora y un tanto ronca. Las piernas le flaqueaban, parecían dos cuerdas flojas a las que les costaba un mundo encontrar el equilibrio necesario como para caminar. Le agarré con fuerza por la cintura, cargué su cuerpo contra el mío y lo ayudé a traspasar el umbral antes de cerrar la puerta tras de mí. Él arrastró los pies con mucha dificultad.
            -¡Ahora estamos a salvo!
            Cuando la puerta se selló Ignacio se desplomó sobre el suelo como si le hubieran cortando unos hilos que antes lo mantenían en pie. 
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