Canyoneering en Alegría (Malboal)
¡Buenos días! Esta mañana por fin
me he duchado con agua caliente. ¡Estoy que no me lo creo! A pesar de una larga
noche en vela estoy feliz porque las cosas empiezan a asentarse. Son muchos los
mensajes que recibo cada día interesándoos por las fechas de salida de los siguientes
volúmenes de la Serie Sin ti, pero de
verdad, todavía no sé cuándo se publicarán… Espero traer noticias pronto…
¡Gracias por vuestro interés! Me hace muchísima ilusión contar con vuestro
apoyo.
No me apetece escribir datos
prácticos de Malapascua y como al final este es mi blog, pues voy a seguir con
la aventura filipina explicando cada instante mágico, recordando la textura de
las playas, su sonido plácido, lleno de notas de la canción del verano, Despacito, de los cantos de los gallos,
de la calma del trópico… Su color tan vivo, los sunsets que tiñen de roja anaranjado las nubes y el cielo, sus gentes…
Nos quedamos en la primera noche en
Malboal. Fuimos al Savedra Dive Center a conocer a Óscar Picó, mi futuro
instructor de buceo, que nos recomendó un maravilloso restaurante para cenar,
el Lantaw. Mmmmmm, se me hace la boca agua al recordar lo buenísimos que
estaban los platos. Creo que fue el mejor de todo el viaje. Os lo recomiendo
muchísimo si vais a Malboal.
La rapidez no es algo común en
Filipinas. Cuando te sientas en un restaurante y encargas la comida has de
esperar como mínimo cuarenta minutos hasta que te sirven. Así que saqué mi
Kindle del bolso y le di un avance larguísimo al libro que leía, preparándome
mentalmente para un día de canyoneering
en Alegría.
Nos despertamos pronto. Yo más
que los demás y como siempre me pasé un par de horas tecleando en el bar del
hotel. Y nos subimos al vehículo que nos trajo Tours Sideckicks, la agencia con
la que contratamos el barranquismo. Estaba como un flan, me daba muchísimo
miedo…
Y llegamos a la base, nos
cambiamos los zapatos por unos que ellos nos proporcionaron, nos montamos de
dos en dos en unas motos y subimos por una carretera que se enfilaba por la
selva proporcionándonos unas vistas impresionantes.
Una vez arriba, ya vestidos con
un chaleco salvavidas y un casco, empezamos la aventura. El primer salto era de
siete metros y yo parecía a punto de explotar de ansiedad. En serio, tirarme no
me parecía una opción. Me quedé la última y empecé a sentir vértigo en la boca
del estómago. Le pregunté al guía si podía pasar de tirarme, pero no tenía otra
opción. Así que me armé de valor, le di la mano, me acerqué al filo del
acantilado y cerré los ojos a la hora de saltar. ¡Joder! Se me agarrotó el
estómago y chillé como una posesa.
El cañón era una pasada, estaba
lleno de gargantas y rodeado de naturaleza. Brillaba con esplendor. Pasamos por
mil situaciones diferentes, a cuál más complicada para mí. He de reconocer que
tuvo su punto, aunque creo que yo prefiero vivir ese tipo de aventuras desde mi
sillón, dándoles vida en una página de Word…
¡Feliz día! J
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